Entrepatrias / IP Nicaragua
Desde que Reyna Ceferino llegó a Costa Rica en 2021 para reencontrarse con su familia ha tenido que batallar duro, no solo con los recuerdos por la dura realidad que enfrentó al ser separada de su hija “Johana”, sino por su estado de salud deteriorado.
Ceferino es una de las tantas mujeres miskitas nicaragüenses que migraron a Costa Rica en los últimos años, donde han tenido que enfrentar una nueva separación familiar por la intervención del Patronato Nacional de la Infancia (PANI).
Ante la doble separación familiar que viven las familias miskitas en Costa Rica, la primera con el exilio y luego, con la intervención PANI, esta institución afirma que cuando intervienen en casos donde consideren se violentan los derechos del niño, niña o adolescente, procuran “asegurar el interés superior de la persona menor de edad”.
Para garantizar el bienestar del niño, niña o adolescente, el PANI “separa y protege a los hijos de sus padres”.
“El PANI no quita la tutela, la tutela es una institución jurídica del Derecho de Familia, que implica el poner fin a la autoridad parental de padres sobre sus hijos y eso solo lo puede dictaminar un juez de la República”, respondió la institución al ser consultada por IP Nicaragua y Entrepatrias.
Previo a que ocurra una “separación de la persona menor de edad de su grupo familiar nuclear”, se realiza preventivamente un “proceso de intervención”, afirmó la institución. “No es sino hasta que se tiene identificado que se están violentado derechos fundamentales, cuando se valora una separación (…) El PANI nunca va a buscar una desintegración total de la familia”, señalaron.
Según el PANI, esta institución ha abordado situaciones relacionadas con el consumo de licor, drogas, abuso sexual, violencia intrafamiliar, negligencia de cuido, relaciones impropias, exclusión educativa y embarazo adolescente.
La institución informó que “no hay un reporte específico o conteo” de casos que tengan que ver con nicaragüenses, debido a que “muchas de las atenciones, se dan sin tener claridad de cuál es la nacionalidad de la persona”. Sin embargo, tomando en cuenta la zona de atención de las oficinas locales, “es un número importante”.
No obstante, afirman que este año han atendido tres casos de familias indígenas miskitas. *
“El plazo máximo que desde la institución se puede dar para que permanezca bajo la protección es de seis meses, sin embargo, este plazo se puede ampliar en beneficio de la persona menor de edad”, afirma el PANI.
Extender el periodo de separación tiene que ser avalado por un “juez de familia”, afirmó la institución.
Bersilia Alfred llegó a Costa Rica hace cinco años y reconoce que, a veces, las madres solteras construyen “ranchitos” en los “precarios”, como se le conoce a los asentamientos espontáneos en Costa Rica, porque “no pueden pagar” el alquiler de una casa. Es precisamente esa acción de supervivencia que las pone en la mira del PANI.
“A algunas personas les quitaron sus hijos, pero ya se los entregaron, por lo mismo. Porque, a veces vienen madres solteras y no pueden pagar casas”, señaló Alfred, una mujer miskita que vive en San José.
Un líder indígena agregó que “hay otros casos de familias a los que el PANI les ha quitado a sus hijos bajo el argumento de que no tienen las condiciones para su adecuado cuidado y desarrollo”, afirmó.
Un diagnóstico sociodemográfico y económico elaborado mediante una encuesta a 670 personas de la población indígena y afrodescendiente de la mosquitia de Nicaragua, que conforman 309 hogares asentados como migrantes y exiliada en Costa Rica, reveló que la mayoría vive con menos del salario mínimo costarricense; menos de 358,000 colones al mes. Eso equivale a unos 710 dólares estadounidenses, en un país donde el promedio de renta es de 450 dólares y el costo de la canasta básica ronda los 122 dólares por persona.
Estas familias están asentadas mayormente en el área metropolitana de San José, en Purral de Guadalupe, Alajuelita, La Carpio y Pavas.
“Hay situaciones particulares en las que migra toda la familia, y esto está relacionado con el nivel de exposición a situaciones de violencia. Por temor, toda la familia puede estar en peligro, lo que también es un indicador de desintegración familiar”, explicó una de las investigadoras.
La investigadora considera que habría que ver los “mecanismos interinstitucionales que tiene el PANI con otras instituciones costarricenses” para analizar situaciones de las familias que tienen que ver más con temas económicos que de abuso o desprotección.
Las familias indígenas y afrodescendientes que llegan a Costa Rica sufren un cambio radical en sus vidas. Además de la barrera lingüística, deben acostumbrarse a otras dinámicas de vida. El proceso migratorio los obliga adaptarse a nuevos contextos socioeconómicos y culturales.
“Este cambio implica, entre otras cosas, la transformación de sus medios de vida. El apego a la tierra tiene un significado distinto”, explicó un funcionario del Observatorio de Pueblos Indígenas y Afrodescendientes de Nicaragua (Opianic).
Para ACNUR, la Agencia de la ONU para los Refugiados, el número de desplazados a Costa Rica es mayor. Desde 2018, más de 317,000 nicaragüenses huyeron a este país en busca de protección internacional, debido al “continuo deterioro de la situación sociopolítica y de Derechos Humanos”.
“Esto ha afectado significativamente a comunidades vulnerables, incluyendo a los pueblos indígenas y afrodescendientes, que tienen poca o nula representación en la toma de decisiones en su país de origen”, informó ACNUR.
Esta organización internacional confirmó que “tiene conocimiento de varias causas que han impulsado el desplazamiento forzado de personas indígenas miskitu hacia Costa Rica”.
Aunque, la Agencia de la ONU para los Refugiados, evitó brindar información sobre casos específicos, para paliar las vulnerabilidades que enfrentan las personas desplazadas “apoya con cooperación técnica” al Gobierno de Costa Rica en la respuesta que brinda a las personas con “necesidades de protección internacional”.
Con el PANI, la Agencia de la ONU complementa los “esfuerzos de protección e inclusión de las personas refugiadas” y mediante sus agencias socias cuenta con “servicios de protección a la niñez y adolescencia, así como con servicios de acompañamiento psicosocial y orientación legal”.
Organizaciones internacionales como el Centro por la Justicia y el Derecho Internacional (Cejil) consideran que existe un robusto marco legal que protege los derechos de las comunidades indígenas.
“Bajo el derecho internacional existe un principio base, que es el principio de igualdad y no discriminación”, señala Gabriela Oviedo, coordinadora del equipo de movilidad humana en Cejil.
Ese marco legal debe “regir las actuaciones estatales frente a poblaciones indígenas”, explicó Oviedo.
Este marco de protección incluye instrumentos como la Convención Americana de Derechos Humanos, la Declaración Americana y los convenios de la Organización Internacional del Trabajo (OIT), que garantizan derechos colectivos fundamentales. Específicamente, el Convenio 169 de la OIT obliga a los estados a «garantizar ciertos derechos territoriales, realizar consultas previas, proteger sus lenguas, tradiciones y sistemas de organización».
Según Oviedo, para Costa Rica estos tratados representan obligaciones vinculantes que buscan preservar la identidad cultural de las comunidades indígenas, reconociendo sus particularidades y evitando cualquier forma de discriminación o reproducción de estereotipos racistas.
«Es fundamental comprender que estas comunidades son transnacionales, sus territorios no se limitan a fronteras políticas», enfatizó Oviedo.
La protección debe ir más allá de marcos nacionales, reconociendo sus experiencias, sus sistemas de organización y su derecho a preservar sus tradiciones culturales, considera Oviedo. La especialista advierte que cualquier análisis o política pública que no considere estos principios podría estar reproduciendo “patrones racistas o interpretaciones discriminatorias” expresamente prohibidos por la legislación internacional.
En tierra ajena, estas familias desplazadas libran una batalla silenciosa por mantener vivas sus tradiciones ancestrales. Entre la gratitud por el refugio encontrado y el peso de los obstáculos diarios, sus corazones se dividen entre dos mundos. Sin restar importancia a sus tradiciones ancestrales, la primera batalla en estas historias, para estas madres, parece ser tener un techo digno, alimento y a sus hijos en casa, trabajar para que no les quiten a sus hijos, para poder empezar a rehacer una vida en un país ajeno.
Las voces de denuncia como la de Reyna emerge como testigos de un dolor compartido, en el que las mujeres miskitas migrantes van entretejiendo sus historias con las de cientos de familias indígenas y afrodescendientes nicaragüenses que, en suelo costarricense, intentan reconstruir sus vidas, sin renunciar a las raíces que definen su identidad e intentando conocer los derechos que les asisten en tierra extraña.
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